[Publicado en el Presente. Año 3. No. 051]
El 19 de abril de 1943, Albert Hoffman sintetizó la molécula de dietilamida de ácido lisérgico, una droga psicodélica conocida popularmente como LSD. Mientras trabajaba, Hoffman decidió ingerir 250 microgramos del alucinógeno, cuyos efectos comenzaron a manifestarse pocos minutos después. El científico suizo decidió entonces marcharse a su casa en bicicleta, acompañado por su asistente de laboratorio. En el viaje en bici, al entrar en contacto con la luz del sol, ocurrió la primera epifanía psicodélica de la historia. En una bonita, aunque un tanto extraña, serendipia, la experiencia de Hoffman es la historia detrás del origen de la celebración del Día Mundial de la Bicicleta, que se conmemora cada 19 de abril, y que lejos de promover el uso del LSD trata de alentar a la sociedad a usar la bicicleta como medio de transporte. Y precisamente para conmemorar el día, dejamos aquí dos pequeños textos sobre la bicicleta.
La velocidad de las bicicletas*
Pablo Fernández Christlieb
Los movimientos en pro de moverse en bicicleta tienen en su favor la razón. Tienen en su contra no sólo al dueño del Chevrolet que no quiere perderse el gusto de atropellar, psicológica y extrapsicológicamente a los peatones para llegar con su traje sin lluvia y sin sudor a la oficina de su estatus y otros compromisos igualmente rutilantes; también tienen en contra a la esencia misma de las ciudades modernizadas, que no es ni el hormigón ni el hacinamiento, sino una sustancia más huidiza: la velocidad, cosa que no tienen las bicicletas.
Cuando se descubrió la velocidad automotriz y se le elevó a rango de libertad individual, se tuvieron que inventar las distancias, los lugares a donde ir y algo que hacer llegando; desde entonces, no se va más rápido porque los lugares estén más lejos, sino que están más lejos porque se llega más rápido, así como no se va más aprisa porque se tengan más cosas que hacer, sino que se tienen más cosas que hacer porque se va más de prisa. La velocidad actual es de 50 u 80 kph, que es la que se cree que tienen los automóviles, pero en realidad no es la de los coches, que por amontonamiento, semáforos y dónde estacionarse, van más lentos. En rigor, se trata de una velocidad social, a la que corren las obligaciones, los deseos y las superficies asfaltadas, el trabajo, las ansias y el tamaño de las construcciones; de hecho, la mitad del estrés urbano se debe a que la velocidad de las prisas es mayor que la velocidad de los automóviles que las transportan. La acelerada es la ciudad, no los coches, como puede verse asimismo en el hecho de quienes no tienen coche a cambio tienen dos cosas: las mismas prisas y la necesidad de tener un coche.
La velocidad no reduce, sino que aumenta las distancias, extiende los espacios y multiplica los lugares, de manera que en bicicleta no se puede cumplir la agenda propia del ciudadano normal, que consiste en ir y volver; pero, entre tanto, detenerse a pagar, comer con, visitar a, darse una vueltecita por, reunirse en, andar hacia allá, de camino hacia acá. Los 20 lugares que se visitan al día son todos necesarios, queridos o importantes: el banco, los cuates, la tintorería, el súper, los niños, el cliente, la gasolinera, da lo mismo, el caso es que siempre se está a las carreras. Si la velocidad social fuera de 700 kph, la tintorería quedaría en Tampico. El movimiento de las bicicletas puede ser exitoso si es capaz de reducir la velocidad social, y ello requiere cierto radicalismo de omisión, porque ahora andar en bicicleta no es cumplimiento de una función de transporte, sino el arte de necesitar, no querer y no importar ir a donde no se pueda llegar. En bicicleta no se puede ir, y esto es una carencia; el arte está en convertirlo en que se pueda no ir, lo cual es un poder, el poder de hacer que la tintorería quede en la esquina.
La velocidad de una bicicleta es como de 15 kph. Reducir el transporte urbano a este índice no sólo significa hacerlo más económico y ecológico, sino ajustar las situaciones, actividades y tamaños de la ciudad a la dimensión humana, porque, genéticamente, el ser humano está hecho para vivir a 10 kph. En efecto, los sentidos de la percepción, y por ende la civilización, están diseñados para funcionar a velocidades de entre 5 y 15 kph, que es cuando se camina y se corre; a esa velocidad se puede ver, oír, sentir y razonar con detalle y atención lo que sucede al rededor, mientras que a velocidades más altas estas capacidades se atrofian, y ya no se pueden ver más que bultos, oír más que ruidos, sentir más que vértigos, pero no pormenores, curiosidades y bellezas. Por regla general, cuando no se puede apreciar la cara de la gente es cuando uno ya va, como el dueño del Chevrolet, demasiado rápido, más aprisa que la civilización, aunque no más lejos ni a ninguna parte. Einstein se percató de la más rápida velocidad, la de la luz, yendo a pie; mientras que en sus miles de kilómetros hecho la raya, Alain Prost sólo vio una ráfaga de paisaje, 40 veces más buda y aburrida que lo que uno se puede percibir con una paseadita en bici. Así, la bicicleta resulta ser el medio de transporte más civilizado que haya construido el ser humano, porque va a la velocidad de sus pensamientos, con los que había llegado tan lejos antes de acelerar en reversa.
*Fernández Christlieb, Pablo. La velocidad de las bicicletas y otros ensayos de cultura cotidiana. Vila Editores, México, 2005.
Diarios de Bicicleta (Fragmento)*
David Byrne
En Nueva York voy en bicicleta casi a diario. Cada vez es menos peligroso, pero tengo que ir con bastante cuidado al circular por las calles, a diferencia de cuando pedaleo por el carril bici del río Hudson o por otros caminos protegidos. En años recientes se han añadido un montón de carriles bici, y las autoridades municipales aseguran que actualmente hay más que en ninguna otra ciudad de Estados Unidos. Desafortunadamente, la mayoría de ellos no son lo bastante seguros como para poder desplazarse tranquilamente, lo cual sí ocurre en el ya casi terminado carril del Hudson o en muchos carriles bici europeos. Esta situación está cambiando, poco a poco. Algunos de los nuevos carriles, son ya más seguros, situados entre la acera y los coches aparcados o protegidos con una barrera de hormigón.
Entre 2007 y 2008, el tráfico de bicicletas en Nueva York se incrementó en un 35 por ciento. Es difícil saber cuál ha sido el orden de los factores: si el aumento de carriles es lo que ha inspirado un mayor uso de la bicicleta o si ha sido al revés. Sospecho felizmente que, al menos de momento, el departamento de transporte y los ciclistas de Nueva York están del mismo lado. A medida que aumenta el número de jóvenes artistas y creativos que se instalan en Brooklyn, también lo hace el número de ciclistas que cruzan los puentes. El tráfico de bicicle-tas por el puente de Manhattan se cuadruplicó el año pasado (2008), y el del puente de Williamsburg se triplicó.
Y estas cifras continuarán aumentando mientras la ciudad siga haciendo mejoras respecto a los carriles bici, los aparcamientos para bicicletas y otros servicios. En este sentido, la ciudad se está anticipando, hasta cierto punto, a lo que ocurrirá en un futuro no muy lejano: mucha más gente usará la bicicleta para ir a trabajar o por diversión.
Montado en una bicicleta, al estar ligeramente por encima de la altura de la vista de los peatones y los coches, se obtiene una visión perfecta del ajetreo de la ciudad en que se vive. A diferencia de muchas otras ciudades norteamericanas, en Nueva York, por lo menos una vez al día, casi todo el mundo tiene que salir a la calle y encontrarse con otra gente: todo el mundo tiene que hacer a diario una breve aparición pública como mínimo. En una ocasión tuve que hacer un viraje brusco para no atropellar a Paris Hilton, que cruzaba la calle con el semáforo en rojo y su perrito en brazos, mirando a su alrededor como diciendo: «Soy Paris Hilton, ¿no me reconocéis?». Desde el punto de vista de un ciclista, se puede ver casi todo.
Justo delante de un teatro del centro de Manhattan, un hombre pasa por mi lado en una bicicleta: una de esas lowriders de sillín bajo y manillar alto. Es un hombre mayor, de apariencia normal, excepto por un loro monstruosamente grande que lleva sujeto delante de la bici. Sigo pedaleando y pocos minutos después otra ciclista con loro pasa junto a mí. Esta vez se trata de una mujer de calzado práctico y pinta de leer a Jane Austen. Va en una bici normal, pero también lleva un loro (más pequeño) sujeto detrás… No puedo oír qué música lleva... ¿Qué tienen ciertas ciudades y sitios, que promueven actitudes específicas? ¿Son solo imaginaciones mías? ¿Conforma la infraestructura urbana la vida, el trabajo y la sensibilidad de sus habitantes? Sospecho que bastante. Mucho, me temo. Todo este discurso acerca de carriles bici, edificios feos y densidad de la población no reflexiona sólo sobre estas cosas, sino también sobre en qué clase de gente nos convierten esos lugares.
*Byrne, David. Diarios de bicicleta. Mondadori, Barcelona, 2010.